Esta historia enseña la importancia de la humildad y lo necesario que resulta para el equilibrio de la vida que todas las criaturas se respeten entre sí.
Hace mucho tiempo, cuando los dioses crearon el mundo, su hijo Kuk pidió bajar a la Tierra para jugar con los animales. Al llegar, todos quedaron asombrados por su belleza, y Kuk se volvió presumido. Los dioses lo llamaron preocupados.
—No debimos dejarte en la Tierra, Kuk. Te quedarás en los cielos —dijeron.
—¡No! Aquí nadie me conoce, pero en la Tierra soy importante. ¡Todos me admiran!
—De acuerdo, pero aprenderás a respetar nuestro mundo —respondieron los dioses.
Al día siguiente, un hermoso pájaro de plumas verdes, pecho rojo y cuello azul brillaba en el cielo. Era el quetzal, y mientras volaba por la selva, Kuk comprendió lo valioso que era cuidar de la naturaleza. Así, se convirtió en el guardián de los cielos, feliz de proteger su hogar y el de todos los seres vivos.
En México existe un amplio repertorio de cuentos tradicionales de origen oral. Se trata de historias que buscan explicar fenómenos de la naturaleza y explicar el mundo que nos rodea.
Este relato resalta la perseverancia. A pesar de que Copil fue derrotado en vida por su padre, encontró la manera de prevalecer sin importar las dificultades.
Hace mucho tiempo, Huitzilopochtli, el dios de la guerra, dejó a su esposa Malinalxochitl para crear su propio reino. Ella, valiente y fuerte, gobernó en Malinalco junto a su hijo Copil, quien creció lleno de enojo hacia su padre por haberlos abandonado.
Cuando Copil se hizo mayor, decidió enfrentarse a Huitzilopochtli. Tomó su escudo y emprendió un largo viaje lleno de retos, cruzando montañas y bosques hasta llegar al valle de México. Aunque buscó a su padre en la ciudad, no lo encontró, así que se dirigió a Chapultepec, donde vivía Huitzilopochtli. Al ver que no podía escalar las grandes rocas solo, regresó a Malinalco para preparar a un ejército de mil guerreros.
Huitzilopochtli se enteró de los planes de su hijo y envió a sus guerreros para detenerlo. Por la noche, mientras Copil dormía, lo encontraron, le abrieron el pecho y le sacaron el corazón. Lo llevaron ante Huitzilopochtli, quien ordenó enterrarlo entre las rocas.
Al día siguiente, en el lugar donde enterraron el corazón, creció un hermoso nopal. Fuerte y resistente, el nopal se convirtió en símbolo de vida y fortaleza. Desde entonces, el pueblo azteca se alimenta de esta planta recuerda que es posible superar cualquier adversidad.
Este cuento ilustra cómo la generosidad del conejo fue ampliamente recompensada por el dios. Así, enseña lo bonito que resulta ayudar a los demás.
Un día, el dios Quetzalcóatl decidió visitar la Tierra para ver de cerca el mundo que ayudó a crear. Se disfrazó de hombre común para caminar entre la gente sin ser reconocido. Mientras recorría los poblados, se maravilló con los hermosos paisajes: verdes campos, altas montañas, lagos tranquilos y desiertos infinitos.
Tanto disfrutó su viaje que olvidó descansar y comer. Al caer la noche, se sentó a contemplar el cielo, cuando un pequeño conejo gris apareció a su lado, moviendo sus bigotes entre la maleza. Quetzalcóatl le preguntó:
—¿Qué estás comiendo?
—Un poco de zanahoria —respondió el conejo—, ¿quieres un poco?
—Gracias, pero no como zanahoria —dijo el dios.
El estómago de Quetzalcóatl gruñía de hambre, pero no quiso quitarle su comida.
Entonces, el conejo, con gran bondad, le dijo:
—Si tienes hambre, cómeme a mí. Aunque soy pequeño, podrías recuperar tus fuerzas.
Quetzalcóatl, conmovido por la generosidad del conejito, lo tomó en sus brazos y lo llevó a volar por los cielos, mostrándole las estrellas de cerca. Cuando regresaron a la Tierra, el conejo vio algo asombroso: su imagen había quedado grabada en la luna.
—Puede que seas un pequeño conejo, pero ahora todos te recordarán por tu gran corazón —dijo Quetzalcóatl.
Desde entonces, cada vez que miramos la luna, podemos ver la figura del conejo, recordándonos su generosidad y bondad.